"Timonel, rumbo noroeste", aullaba como un lobo el
capitán del barco, cuyo destino se hallaba ahora en el ponto mar. Allí, en
aquel piélago profundo con abundante vida subacuática. Tras un enfrentamiento
naval entre griegos y persas, solamente quedó un barco a flote. Un barco de no
gran eslora, manga o calado, pero que con el rigor y esfuerzo de sus marineros,
y con la ingeniosa y capaz mano de su capitán, logró superar con éxito aquella
contienda, librada por bárbaros, obligados a luchar del Imperio Persa, y
guiados por un Rey esclavizador de hombres, mujeres y niños; y reclutados
libertadores dispuestos a morir por una pequeña idea, algo insignificante por
entonces, un atisbo de luz al final del túnel, para que la sociedad compartiese
derechos y privilegios.
"Capitán, la
popa del barco está dañada" advertía el primer oficial, escéptico de poder
llegar a su patria salvo, que no sano, pues él lo único que quería era ver una
vez más a su bella esposa, de rizado cabello y piel pálida, con la que meses
antes de la salida había contraído matrimonio y una hija, a la que los
mismísimos dioses habían pintiparado su belleza y gracia. Como advirtió aquel
hombre, el barco se inundaba por popa, nada pudieron hacer ahora los
tripulantes de aquel navío triunfador de batalla que, sin embargo, acabó
sumergido en lo más hondo y cavernoso de todo el mar en el cual tuvo el
infortunio de hallarse. El barco, tardó en hundirse; la agonía del naufragio,
constante; la muerte de su tripulación, espantosa; la audacia de estos hombres,
eterna.