martes, 19 de agosto de 2014

La eterna grandeza


"Timonel, rumbo noroeste", aullaba como un lobo el capitán del barco, cuyo destino se hallaba ahora en el ponto mar. Allí, en aquel piélago profundo con abundante vida subacuática. Tras un enfrentamiento naval entre griegos y persas, solamente quedó un barco a flote. Un barco de no gran eslora, manga o calado, pero que con el rigor y esfuerzo de sus marineros, y con la ingeniosa y capaz mano de su capitán, logró superar con éxito aquella contienda, librada por bárbaros, obligados a luchar del Imperio Persa, y guiados por un Rey esclavizador de hombres, mujeres y niños; y reclutados libertadores dispuestos a morir por una pequeña idea, algo insignificante por entonces, un atisbo de luz al final del túnel, para que la sociedad compartiese derechos y privilegios.

 "Capitán, la popa del barco está dañada" advertía el primer oficial, escéptico de poder llegar a su patria salvo, que no sano, pues él lo único que quería era ver una vez más a su bella esposa, de rizado cabello y piel pálida, con la que meses antes de la salida había contraído matrimonio y una hija, a la que los mismísimos dioses habían pintiparado su belleza y gracia. Como advirtió aquel hombre, el barco se inundaba por popa, nada pudieron hacer ahora los tripulantes de aquel navío triunfador de batalla que, sin embargo, acabó sumergido en lo más hondo y cavernoso de todo el mar en el cual tuvo el infortunio de hallarse. El barco, tardó en hundirse; la agonía del naufragio, constante; la muerte de su tripulación, espantosa; la audacia de estos hombres, eterna.